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18 de Julio del 2024

Los delitos de colusin y negociacin incompatible segn la Corte Suprema de Justicia peruana: cuatro cuestiones dogmticas en discusin

Los delitos de colusin y negociacin incompatible segn la Corte Suprema de Justicia peruana: cuatro cuestiones dogmticas en discusin

Los delitos de colusión y negociación incompatible según la Corte Suprema de Justicia peruana: cuatro cuestiones dogmáticas en discusión

1. Introducción

Pese a que la referencia a la corrupción, incluso dentro de un estudio científico, suele generar desasosiego —por el gran perjuicio y repetición de las conductas— y, hasta cierto punto, hartazgo —parece que esto es de nunca acabar—, lo cierto es que no siempre son todas malas noticias. Y esto se debe básicamente a que frente a un gran desafío, también grandes son los esfuerzos por superarlos. Es en esta línea en la que se ubica el desarrollo práctico y doctrinal que se viene dando, en estos últimos años, dentro del tratamiento de los delitos contra la Administración pública. No son pocos los fallos de la Corte Suprema peruana, por ejemplo, en los que se han ido solucionando problemas de este grupo de delitos que van desde cuestiones de configuración específica (parte especial) hasta asuntos que inciden en la teoría del delito (parte general). También, por parte de la doctrina, se han publicado distintos trabajos que abordan cuestiones realmente muy interesantes y valiosas (como muestra de esto, puedo señalar los de Guimaray Mori (2021, passim) y Núñez Seminario y Caballero Zavala (2024, passim)). Sin embargo, en este contexto llaman la atención algunas singularidades que presentan los delitos de gestión (Vílchez Chinchayán, 2021, pp. 197-201), cuyo esquema y desarrollo ya ha sido empleado, por ejemplo, en Corte Suprema, Casación Nº 468-2019-Lima, de 25 de noviembre de 2021 y, de modo más específico, los delitos de negociación incompatible y colusión.

Por eso, en este trabajo propongo analizar cuatro temas sobre la base de cuatro sentencias de la Corte Suprema expedidas en 2023 y lo que llevamos de 2024, con la finalidad de volver sobre conceptos, figuras y establecer precisiones al respecto. Específicamente, sobre los argumentos expuestos por la Corte Suprema, Casación Nº 1877-2021-Lima, de 19 de diciembre de 2023, deseo volver sobre la problemática alrededor del bien jurídico protegido en los tipos contra la Administración pública, deteniéndome en un detalle concreto (apartado 2) y revisaré la calificación como delitos de peligro (apartado 3). A propósito de las sentencias de la Corte Suprema, Casaciones Nº 2587-2021-Lima Norte, de 26 de abril de 2023 y Nº 3490-2022-Arequipa, de 5 de enero de 2024, abordaré la discusión sobre la comisión por omisión en la colusión (apartado 4). Finalmente, sobre la sentencia de la Corte Suprema, Casación Nº 1584-2021-Callao, de 30 de marzo de 2023, me referiré a la intervención delictiva en el delito de negociación incompatible (apartado 5). Se culminará este trabajo con la presentación de las conclusiones (apartado 6).

2. Bien jurídico protegido en los delitos contra la Administración pública: ¿el correcto funcionamiento?

En el fundamento jurídico 13 de la Casación Nº 1877-2021-Lima, la Corte Suprema sostiene —siguiendo una amplia línea jurisprudencial— que el bien jurídico protegido en esta clase de delitos es el correcto funcionamiento de la Administración pública. Esto no solo es aceptado por los tribunales, sino también por la doctrina (por ejemplo, con mayores referencias Salinas Siccha (2019, p. 6)), aunque suele complementarse —con mayor o menor fortuna— afirmando que en cada delito hay un “bien jurídico específico” que termina afectado. En mi opinión, la mera referencia al correcto funcionamiento de la Administración pública, si bien tiene un uso frecuente, no por eso convence o es suficiente. Aunque de este asunto ya se ha ocupado la doctrina (Vílchez Chinchayán, 2021, pp. 67-76), me parece conveniente volver a enfatizar un aspecto concreto.

Pienso que no es adecuado el punto de partida que entiende que la Administración pública (o su correcto funcionamiento) es una entidad (objeto) material y que se debe proteger como se hace tradicionalmente con la vida o la integridad física. En este mismo enfoque, creo que tampoco es idónea esa complementación del bien jurídico genérico con el bien específico, no solo porque revela que no se sabe bien qué está en juego, sino porque, tal como está planteada hoy en día, no brinda mayores criterios de delimitación1 ni de interpretación (si no está determinado por qué se activa el derecho penal, no se sabrá qué se puede hacer ni cómo). Frente a los puntos que he expuesto, un sector doctrinal podría responder que todo esto es así porque no estamos frente a un bien jurídico “personalísimo”, sino a uno “supraindividual” que exige que se adapte todo a la nueva situación o contexto. La cuestión, sin embargo, no pasa solo por advertir que se trata de un bien jurídico supraindividual o por definirlo, sino por recordar que la puesta en marcha del derecho penal no se hace para proteger un objeto o una cosa (Jakobs, 2012, p. 26), sino para mantener/devolver la vigencia normativa de una expectativa de comportamiento.2 . En consecuencia con lo expuesto, la referencia al (correcto) funcionamiento de la Administración pública —si es que se quiere mantener esa nomenclatura arraigada y utilizada por la doctrina hispanohablante—, debería partir del reconocimiento como una “condición imprescindible para el ejercicio de distintos derechos y para la satisfacción de una serie de necesidades sociales” (Guimaray Mori, 2021, p. 107) y, como consecuencia, penalmente protegible en tanto forma parte de la identidad normativa de la sociedad. Estoy convencido de que el reconocimiento de la vinculación que se genera entre la institución (Administración pública) y los funcionarios es la base para la puesta en marcha del derecho penal.3 A partir de aquí, y junto con los contextos de prevalimiento y de desobediencia que se propone en la doctrina (Vílchez Chinchayán, 2021, pp. 195 y ss.), pueden superarse los escollos de falta de delimitación y contar con criterios de interpretación.

Con esta precisión respecto al bien jurídico protegido en los delitos contra la Administración pública, a continuación se dará cuenta de la clasificación como delitos de peligro que reciben la mayoría de los tipos previstos en el Título XVIII del Código Penal peruano (CP): delitos contra la Administración pública, incluidos la negociación incompatible y la colusión.

3. ¿Importa que un delito contra la Administración pública se clasifique como de peligro abstracto o concreto?

Esta pregunta con la que inicio el presente apartado es una que suele encontrarse muchas veces en los trabajos que abordan la materia sobre la anticipación penal.4 No puedo negar que esa pregunta volvió a aparecer al profundizar en el estudio de los delitos contra la Administración pública, en tanto no son pocos los que se catalogan como de peligro.

Antes de continuar con el desarrollo de ese punto, es conveniente realizar la siguiente precisión. El modelo clásico de intervención y sanción penal ha sido el de la realización de una conducta ilícita y que esta produzca un resultado prohibido. Sin embargo, ese modelo ha ido perdiendo protagonismo ante otro donde se hace posible la sanción con la sola realización de la conducta delictiva (contribuyendo a que el derecho penal adelante su puesta en marcha). Hasta aquí existe acuerdo en la doctrina, pero no en lo concerniente a la manifestación y subclasificación que esta anticipación penal ha traído consigo (Vílchez Chinchayán, 2018, pp. 49-84). Aquí quiero analizar cómo ese segundo modelo ha ido “conquistando territorio”. Concretamente, el grupo de los delitos contra la Administración pública ha sido un espacio que ha ido admitiendo cada vez más la anticipación penal. Esto no sorprende en tanto, en la actualidad, los Estados orientan sus esfuerzos a combatir la corrupción pública utilizando tal recurso de adelantamiento. Sin embargo, sí se ha convertido en un espacio que, en no pocas ocasiones, con la excusa de ser un delito de peligro o, en general, de una forma de intervención penal anticipada, se le atribuyan —tanto por los tribunales como por los autores— ciertas características controvertidas. Así, por ejemplo, en la Cas. Nº 1877-2021-Lima se afirma que:

[El delito de negociación incompatible] es uno de peligro abstracto; es decir, el comportamiento descrito en el tipo penal denota una conducta cuya realización, se presume, crea un peligro para el bien jurídico; se sanciona un comportamiento por una valoración ex ante, en cuya virtud el legislador presume, sin prueba en contrario, que la consecuencia de la conducta típica es la afectación del bien jurídico. (f.j. 7)

En este escenario puede verse la dificultad para determinar los límites y características de los delitos de peligro en el contexto del “ataque” a la Administración pública. Dicha dificultad se acentúa no solo por las peculiaridades propias de la redacción legal en un código penal, sino principalmente porque el enfoque doctrinal y de los tribunales que suele acompañar al análisis de los delitos de peligro se concentra —en no pocas ocasiones— en clasificarlos como de peligro concreto o abstracto (o cualquier variante, dentro de esta escala, que se estime conveniente.5 Todo esto no tendría ningún inconveniente si no fuera porque dicho ejercicio, en algunos casos, no presenta un desarrollo claro, o sí, pero mínimamente y casi siempre incompleto; en otros casos, no encuentra ni conexión ni repercusión (incluso, ni coherencia) con los argumentos posteriormente presentados que sirven para subsumir los hechos como un delito de peligro contra la Administración pública. Finalmente, no faltan desarrollos que emplean esquemas antiguos ya superados o se asumen no pocas licencias en su configuración. Lamentablemente, esto no parece preocupar ni ser impopular en tanto toda la puesta en marcha del aparato punitivo estatal termine en un castigo penal. La situación, sin embargo, es preocupante, ya que se está poniendo en juego la libertad de una persona. Como no se trata de activar al derecho penal de cualquier forma, se hace necesario volver a revisar la relación con los delitos de peligro y su adaptación al subsistema de los delitos contra la Administración pública.

Hasta aquí, todo lo que se ha señalado en este apartado podría parecerle al lector solo una cuestión doctrinal “sin importancia”, sin embargo, sí la tiene y con mucho peso. Esto, esencialmente porque la Corte Suprema peruana asume la —cuestionada— clasificación dual de los delitos de peligro abstracto y concreto y todo el esquema doctrinal que lleva consigo. Así, por ejemplo, se clasifican como tales la concusión, la colusión “simple” prevista en el art. 384.I (según la Casación Nº 661-2016-Piura y la Casación Nº 2587-2021-Lima Norte; con matices: la Casación Nº 1648-2019-Moquegua), la negociación incompatible, los cohechos y el tráfico de influencias, entre otros. Lo interesante, si cabe, es que los tribunales han ido variando —en no pocas ocasiones— la calificación de los delitos de peligro, pasando de clasificarlos como concretos a abstractos y viceversa. Dicha variación no solo ha significado un relajamiento probatorio, sino también alteraciones en la esencia típica. Todo esto se ha dado principalmente en los delitos de gestión de negociación incompatible y colusión, generando así un escenario propicio para ser visitado.

No desconozco que han sido muchas las líneas que se han desarrollado para superar el binomio de los delitos de peligro y que, pese a todo, ese modelo tradicional vuelve a flote. Precisamente por eso pienso que un enfoque sobre el asunto es necesario, concretando en el grupo de delitos que ahora analizo.

Partiendo de la base de la clasificación de los delitos contra la Administración pública que se presentó un tiempo atrás (Vílchez Chinchayán, 2021, pp. 191-209) —a saber: delitos de abuso (que sancionan conductas de prevalimiento), de gestión y de oportunidad (que sancionan ambos conductas de desobediencia)— y de la revisión de los delitos de peligro que también he analizado,6 creo que existen suficientes elementos para proponer una interpretación coherente y una aplicación que permita no solo tomar en cuenta los conceptos tanto de los delitos de peligro como de los delitos contra la Administración pública, sino también que dé lugar a la predictibilidad del sistema penal (como se propone, por ejemplo, en el caso de la imprescriptibilidad. En esa línea, estimo conveniente iniciar el análisis rompiendo un paradigma: la Administración pública no se puede poner en peligro.

Si nos remitimos únicamente al peligro, éste se entiende como la probabilidad de lesión.8 Y a esta última figura le ha acompañado el sentido de alteración, de destrucción, de menoscabo, de cambio físico (por eso existe peligro para la vida y se castiga, por ejemplo, como un delito la conducción en estado de ebriedad). Si relacionamos ese concepto con el ataque a la Administración pública, no parece adecuado referirse ni a una lesión ni a una puesta en peligro. Si tomamos como válida esta proposición, habría que emplear un término específico y exacto que sirva para describir la esencia del ataque a la Administración pública. En otras palabras, que permita medir la conducta no (solo) en términos cuantitativos, sino (también) cualitativos.

Hace un tiempo atrás se propuso que el término sea “desvinculación” (Vílchez, 2018, p. 243). Trasladando esta figura al contexto de los delitos contra la Administración pública, propongo entender la desvinculación como un juicio de constatación sobre conductas que generan un desequilibrio, en tanto representan una forma de neoinstitucionalización porque contradicen precisamente los roles especiales que surgen por una institución social elemental (como es la Administración pública), que relaciona de una manera especial a una persona (a un funcionario público o a un ciudadano con un encargo por parte de la Administración) con otra o con una situación especialmente deseable (que cumpla con sus funciones públicas). De un modo más específico, puedo señalar que se castiga entonces a aquel funcionario que, a través de una conducta de prevalimiento (como la del abuso de autoridad o la concusión) o de desobediencia (como la de colusión o negociación incompatible), manifiesta así un comportamiento que va en contra de aquellas relaciones institucionalizadas básicas para el funcionamiento de la sociedad. Así, se protege una institución cuya desprotección penal daría lugar a reacciones disfuncionales (Vílchez, 2018, p. 252) en tanto la Administración pública es un instrumento al servicio de los ciudadanos (Ortiz de Urbina, 2021, p. 374). Cuando la sanción recae sobre el ciudadano que, por ejemplo, estorba o usurpa una función pública, el castigo también supone “preservar el necesario respeto que el administrado debe guardar por la función que [el funcionario] está desempeñando [en cumplimiento de sus competencias públicas]” (Villada, 2019, pp. 7-8). Con el castigo penal, se devolvería la vigencia a esa expectativa normativa defraudada, castigando al ciudadano que pone en entredicho la actuación estatal de ese funcionario público que lleva el encargo de la Administración pública.

En este orden de ideas, la puesta en marcha del derecho penal no se da porque haya una destrucción o una puesta en peligro de la Administración pública (aunque no se niega ni se descarta la relevancia que, por la configuración o formulación del propio tipo penal, pueda tener la realización de un perjuicio concreto, como sucede, por ejemplo, al patrimonio estatal), sino por el cuestionamiento que genera ese funcionario público —en lo que aquí interesa, por ahora— al no cumplir con una prestación derivada de sus deberes positivos especiales (genéricos: dar órdenes, dirigir; o específicos: intervenir en la contratación pública, administrar bienes públicos) que tienen relación con el mantenimiento de esa institución que se encuentra preformada, consolidada (no está sometida a la libre configuración que cada individuo le quiera dar) y es “vital para la interrelación entre el Estado y la sociedad” (Villada, 2019, p. 17).

Con la precisión anterior, debe también ajustarse su inclusión dentro de la lista de los delitos de peligro. No creo conveniente mantener un esquema (actual) que solo responda a la idea de peligro (así sea concreto o abstracto, de peligrosidad concreta, de peligro hipotético, de peligro idóneo…) ni tampoco a uno que se construya sobre la base de presunciones de peligrosidad (iuris et de iure, para los de peligro abstracto; iuris tantum, para los de peligro concreto) o que renuncie a establecer límites (como sería el caso de los Verhaltensdelikte, conocidos en nuestro idioma como “delitos de comportamiento” o “de conducta”. Al respecto, puede revisarse a Stratenwerth (2012, pp. 237-247). En cualquiera de estos esquemas, pienso que estaría abierta la puerta para cuestionar seriamente el funcionamiento y la legitimidad de esta clasificación y, con ello, del derecho penal (en tanto, por ejemplo, el uso de las presunciones genera más inseguridades y altera el sistema). Por todo esto, me parece que es recomendable alejarse de la dinámica de los delitos de peligro y reclasificarlos como los delitos que denomino “de desvinculación”, que tienen como pieza central a la figura anteriormente explicada.

(Continúa...)

 

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